
Ni modo. Otro final de año
teniendo que sobrellevar las disparatadas manifestaciones de mis cercanos
semejantes adoptando sus roles monótonos, proyectando sus deleznables alegrías,
perpetuando esta atosigante festividad a la que yo llamo: la “Fiesta de lo
absurdo”; aunque también le queda bien: “El festejo a la huachafería” o “El
imperio de la injusticia”.
Para muestra un botón. Ayer,
obligado por una de las muchas e inexorables cuotas crediticias que me tienen
cogido de los huevos, tuve que apersonarme a ese insufrible establecimiento
llamado Mall aventura plaza, a ese que el gentío mal llama: “el mol” – a propósito
vale señalar que el vocablo mall
significa centro comercial y que en Trujillo, hasta esta fecha, existen tres
malls, a saber: el Mall aventura plaza, el Real plaza y el Open plaza –
Era alrededor de la veintiuna
hora cuando traté de ingresar al Mall Aventura, por el lado de Ripley. El
parsimonioso tráfico que me recibió en sus inmediaciones me fue preparando para
lo que resultó siendo una aterradora visita.
Para empezar, faltando seis
automóviles, de adentro del centro comercial, un escuálido empleado salió visiblemente
fastidiado para desviar nuestra cola de ingreso. Desde afuera se podía observar
que aquella playa de estacionamiento, generalmente autosuficiente, se había
quedado chica frente a las prisas de la estupidez. Sin embargo no me avasalló la
frustración. Dentro de mi absorta contemplación una sedante elucubración – la de
no verme apretujado por el ciego consumismo – comenzó a tranquilizarme el trayecto.
Pero por esas sinrazones que tengo en la cabeza intenté probar suerte por otra
puerta.
La cola avanzaba con moderada secuencia.
Tras los vidrios de los autos atosigados, se apreciaban las caritas infantiles llenandose de inocente felicidad. La voz distorsionada pero autoritaria de un
patrullero intentaba abrirse paso ante la abochornante indiferencia de los
choferes particulares. Yo mientras tanto me disponía a batallar con todo aquello
que adentro seguramente me iba a encontrar.
Las taladrantes estrofas de los
inclementes villancicos se mezclaban en el espacio. Familias enteras habían
tomado por asalto todas las tiendas. En los temáticos corredores –esos que
nunca puedo memorizar – las bullas desquiciantes de los infantes advierten los juegos
puestos en marcha, sin la más mínima consideración de parte de sus inefables
progenitores.
Se me antojó vaciar la vejiga.
Dentro de los baños, frente a los largos espejos, un puñado de adolescentes se
esmeraba humedeciendo sus crestas, antes de seguir su recorrido a lado de sus descocadas
churrupacas, las mismas que a la sazón, les esperaban revisando sus
dispositivos electrónicos o haciéndose selfies
delante de las alienantes decoraciones.
Ya dentro de la tienda, las resignaciones
de los padres curtidos contrastaban con los aires de grandeza de sus ventrudas
esposas. Las uniones que no pasaban la década de relación, parejas de no más de
cuarenta años, escrutaban las características de la mercadería procurando el máximo
de notoriedad pues llevan clavadas en el encéfalo la patética fantasía de lograr
ser los más afortunado, los que mejor la están pasando, despilfarrando un
dinero que echarán de menos luego de treinta días, cuando la fiebre que acarrea
las navidades se haya cruelmente evaporado.
Y allí estaba yo. Reflexivo. Esperando
que la “negris” por fin apareciera. Fue así que decidí formar una de las tantas
colas que obstruían el libre tránsito. Entonces observé la mirada perdida de
una mujer que se hundía en los billetes entregados al dependiente, el trasero
de una voluptuosa fulana, el rictus inquietante de un mocoso asiendo un juguete
que más tarde le fue negado, la imagen de mi salida desquiciada, el fastidio de
los clientes reclamantes en el área de plataforma, las tetas de la fulana
anterior, el berreo de un crio en brazos, los importes de una deuda que ya ni
entiendo…sumergido en las aletargantes profundidades de aquel funesto padecimiento
descendí una vez más a las oscuras mazmorras de mi recurrente malditismo ¿Cuándo
dejaremos de ser quiénes somos? Al menos en este punto. Desde el Estado debiera
salir, en una señal encadenada, la necesaria indicación que, tanto Metro,
cuanto Vea y Wong son simplemente MERCADOS, o si quieren ¡Supermercados! De la
misma manera que los malls son sólo centros comerciales. Entiendan de una puta
vez. No son áreas de esparcimiento, no son parques ni teatros. No necesitan
ataviarse con sus mejores trapos – que por lo demás son de pésimo gusto -, por
humanidad: NO LLEVEN A SUS VÁSTAGOS! Peor si están malcriados. Obviamente sus
tozudos concurrentes no tienen idea del pobre espectáculo que dan ni de la
manera que degradan la imagen de la inmensa minoría que sólo vamos a esos
lugares de paso, porque precisamente fueron hechos para usarlos de paso, jamás
para pasar el fin de semana. De todo lo que vi y encontré, en ese mercado chino
que resulta ser realmente el Mall aventura plaza, fue el saludo y presencia de
mi gran pupilo y secuaz Ricardo Marruffo, que gran amigo carajo!
A estas bajuras ya se habrán
dado cuenta que soy el peor de los acompañantes para tramitar estas fechas. Sigo
aborreciendo estos días donde la cruel indiferencia se hace más patente. Época
en que las apariencias económicas se imponen a las crudas realidades. En la que
nada tienen que ver los niños que a la larga continuarán perennizando esta mediocre
idiosincrasia del consumismo avasallante. Donde el nacimiento de un
cuestionable personaje es el perfecto pretexto para vivir la ficción de una
redonda y evasiva prosperidad. Donde las carencias de los que nada tienen, nada tienen que
ver con nosotros que sí tenemos. En donde el requisito del gozo obliga a poner sobre la mesa
un pavo, los panetones de la propaganda, la champaña bien helada que nos haga
olvidar el suplicio de ingerirnos un chocolate caliente en pleno verano. Claro.
Allá esos que no tienen para semejantes lujos. Que consigan un pedazo de pollo
si no tienen. Que se las arreglen con dos soles de pan frío. Que hagan sus
cachangas y que les sirvan a sus hijos menesterosos; a esos hijos que se deberán conformar
con el juguetito tóxico del ambulante inescrupuloso. ¿Y si no tienen ni para
eso? Que nos importa ¡Que se jodan!
Seguramente más tarde me desearan
la feliz navidad, llena de sinceridad o porque así lo manda la costumbre. Por
mi parte, seré retributivo. Extenderé, como lo hago todos los días del año, mis
deseos de paz y salud a las personas que amo. ¡Felicidades, y dignidad sobre todas
las cosas, hermanos discriminados!
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